Pablo Valdés-Alemán
Universidad Nacional Autónoma de México (México)
pab-v-a@hotmail.com
https://orcid.org/0000-0001-5522-0623
Esta obra está bajo una licencia internacional Creative Commons BY-NC-SA 4.0
DOI:https://doi.org/10.5281/zenodo.15390807
Sección: Dossier
Recibido: 19 de diciembre de 2024
Aceptado: 12 de marzo de 2025
Publicación: 16 de mayo de 2025
En este trabajo se explora la relación entre los procesos cognitivos y emocionales, desafiando la idea tradicional de una separación entre ambos. La introducción ilustra cómo, en situaciones de peligro, las emociones influyen de forma inmediata en la toma de decisiones, evidenciando la interacción constante entre emoción y cognición. Históricamente, la psicología cognitiva se centró en procesos mentales como la atención y la memoria, relegando las emociones a un segundo plano por considerarlas elementos perturbadores. Sin embargo, estudios desde la neurociencia cognitiva y la psicología social evidencian la interdependencia entre emoción y cognición. La emoción, controlada por estructuras subcorticales como la amígdala, influye en procesos cognitivos superiores como la toma de decisiones. Autores como Ochsner y Lieberman destacan cómo el daño en áreas cerebrales relacionadas con la emoción afecta el comportamiento social. Se argumenta que la cognición no es un proceso puramente racional, sino una integración de respuestas emocionales y experiencias previas. Este enfoque cuestiona la perspectiva dualista de Descartes, donde la razón se impone sobre la emoción. En su lugar, se plantea que la cognición implica un procesamiento integral de estímulos, donde las emociones actúan como “motor de la vida”, facilitando la adaptación al entorno. El texto concluye que, ante situaciones de peligro, la toma de decisiones no será completamente racional, ya que el cuerpo biológico y la experiencia emocional determinan la respuesta, destacando la inseparable conexión entre cognición y emoción.
Palabras clave: Cognición, emoción, toma de decisiones, racionalidad, objetividad.
This paper explores the relationship between cognitive and emotional processes, challenging the traditional notion of a separation between them. The introduction illustrates how, in dangerous situations, emotions have an immediate influence on decision-making, highlighting the constant interaction between emotion and cognition. Historically, cognitive psychology focused on mental processes such as attention and memory, relegating emotions to a secondary role, as they were considered disruptive elements. However, studies from cognitive neuroscience and social psychology reveal the interdependence between emotion and cognition. Emotion, regulated by subcortical structures such as the amygdala, influences higher cognitive processes like decision-making. Authors such as Ochsner and Lieberman highlight how damage to brain areas associated with emotion affects social behavior. It is argued that cognition is not a purely rational process but an integration of emotional responses and prior experiences. This approach challenges Descartes’ dualistic perspective, where reason prevails over emotion. Instead, it is proposed that cognition involves a comprehensive processing of stimuli, where emotions act as the “engine of life,” facilitating adaptation to the environment. The text concludes that, in dangerous situations, decision-making will not be entirely rational, as the biological body and emotional experience determine the response, emphasizing the inseparable connection between cognition and emotion.
Keywords: Cognition, Emotion, Decision-making, Rationality, Objectivity.
Estoy sentado en la banca de un parque, relajado, disfrutando de un momento de paz y de tranquilidad. Hay árboles danzando con el viento y pájaros cantando a mi alrededor. De pronto, a lo lejos, se escucha una serie de estruendos, seguido de los gritos desesperados de la gente que, ahora, corre hacia mi dirección. Es una balacera. Sin darme cuenta, ya estoy buscando frenéticamente algún sitio dónde esconderme. Al cabo de unos minutos —mismos que se sienten como una eternidad—, pareciera que todo quedó en silencio. Poco a poco, se vuelven a escuchar los pájaros, pero ahora acompañados de llantos y gritos; algunos de gente que entró en crisis nerviosa, y otros de personas heridas. Me pregunto si debería permanecer un rato más resguardado debajo de aquella barda de la jardinera que encontré al salir corriendo, o si es mejor acercarme para auxiliar a los heridos, quizás llamar al número de emergencias o, simplemente, marcharme lejos de aquella terrible escena.
A lo mejor no todos hemos vivido este tipo de experiencia —afortunadamente—, pero sí otro tipo de situaciones estresantes, donde nos vemos alterados emocionalmente y, además, debemos tomar decisiones importantes para salvaguardar nuestra integridad física. Es justo a este punto al que quiero llegar. Seguramente hemos escuchado que, al momento de tomar decisiones, hay que tener una mente fría para evitar sesgos emocionales. Esto cobra aún más relevancia cuando es nuestra vida, o la de otra persona, la que se encuentra en riesgo. También es común escuchar que los médicos y los paramédicos deben dejar a un lado sus emociones para poder actuar de manera más acertada al momento de atender una emergencia. Este tipo de ejemplos de la vida cotidiana reflejan, de manera un tanto simple, esta frontera que se suele dibujar entre cognición y emoción.
Como se ha argumentado previamente en el contexto de la neurociencia cognitiva (Valdés-Alemán, 2024), el estudio de las emociones no figuraba en los inicios de la psicología cognitiva a mediados del siglo xx, pues el interés principal se centraba en procesos mentales como la atención, la percepción, la memoria-aprendizaje, la toma de decisiones, el pensamiento y la lógica (Eysenck y Keane, 2010). Incluso, en varias áreas de la psicología, las emociones eran vistas como un factor perturbador en los experimentos, ya que influían en las respuestas y el comportamiento de los participantes (Eysenck y Keane, 2010; Ochsner y Lieberman, 2001). Sin embargo, desde la psicología social, el estudio de las emociones y su interacción con la cognición adquirió relevancia, destacando su papel en la toma de decisiones y en la manera en que afectan los juicios (Ochsner y Lieberman, 2001).
Este interés impulsó el desarrollo de la neurociencia cognitiva social, donde se ha demostrado que lesiones en áreas cerebrales vinculadas al procesamiento emocional —como el sistema límbico —pueden impactar significativamente el comportamiento social (Ochsner y Lieberman, 2001).
Asimismo, Ibañez y Manes (2012) han destacado la relevancia del entorno en los procesos de cognición social. Factores como la ciudad, la familia, la escuela, la cultura y el momento histórico influyen en la forma en que las personas se desenvuelven e interactúan con los demás, moldeando sus percepciones y respuestas en distintos contextos. En ese sentido, los valores emocionales que le asignemos a algún objeto, estímulo o evento, estarán sujetos al contexto y a las experiencias previas. Dicho de otra forma, las emociones que asociamos a un objeto, estímulo o contexto dependen de las experiencias previas vividas con ese objeto, ese estímulo o en ese contexto. Tal vez si hemos sufrido algún evento traumático, como el de la balacera narrado al principio, nos haga responder con emociones negativas —como el miedo o la ansiedad— la próxima vez que visitemos aquel parque. Sin embargo, no será igual la respuesta emocional para otra persona que no haya vivido tal experiencia y, por el contrario, disfrute de un paseo en dicho lugar. Aunado a esto, Barrett et al. (2007) sostienen que el lenguaje, y la manera en que expresamos o describimos nuestras emociones, influyen nuestra forma de ver y sentir las cosas. Es decir, que las clasificaciones que se nos presentan por medio de etiquetas emocionales dentro del lenguaje —oral o escrito—, predisponen nuestra respuesta emocional ante algún evento o circunstancia. Incluso, a pesar de que tenemos la capacidad de reconocer las expresiones faciales de las llamadas emociones básicas universales —aunque dicha universalidad es cuestionable—, se ha estudiado que, si se presentan fuera de contexto, es posible malinterpretarlas (Barrett et al., 2007; D’Andrade, 1981; Ekman, 1992; Rodríguez Pérez y Betancor Rodríguez, 2007; Russell, 1980). En resumen, el contexto importa ya que impacta en nuestra forma de percibir al mundo y en lo que sentimos al respecto: nuestras emociones.
Si bien es evidente que el estudio de las emociones dentro de las ciencias cognitivas ha cobrado cada vez mayor relevancia en el transcurso de los años, es importante distinguir que se les sigue viendo como eso que influye o afecta nuestra forma de pensar y razonar, como si se tratara de una lucha entre dos fuerzas opuestas —i.e., emoción vs cognición—. No obstante, se podría argumentar que no es posible separar a la emoción de la cognición. A continuación, intentaré explicar el porqué de esta postura, pero para ello, primero quisiera presentarles la definición de cognición, aunque desde una mirada más amplia y no tan tradicional. López-Riquelme (2021) argumenta que la cognición no es más que la manera en que un organismo —a través de su sistema nervioso— organiza la información que percibe del mundo en lo que denomina estructuras cognitivas complejas que dan como resultado comportamientos complejos, como el salir huyendo tras percibir una amenaza. Es decir, cuando nuestros sentidos captan el entorno —proceso que está sucediendo constantemente y en todo momento—, dependiendo de la naturaleza y de la intensidad de los estímulos captados —así como de la naturaleza de nuestro propio cuerpo—, responderemos con algún movimiento o serie de movimientos, externos y/o internos, macroscópicos —p. ej., el movimiento de un brazo— y/o microscópicos —p. ej., la comunicación entre neuronas—, en sincronía con diversos sistemas de nuestro organismo —p. ej., nuestro sistema musculoesquelético junto con nuestro sistema endócrino— o de manera aislada y que, además, se pueden dar de forma involuntaria e inconsciente (López-Riquelme, 2021).
Cabe señalar que, de acuerdo con el autor, este proceso de activación de estructuras cognitivas sucede dentro de un espectro de complejidad —desde desplazarse de un lugar a otro, hasta resolver una ecuación matemática— que está sujeto al tipo y a la cantidad del estímulo o de estímulos que percibe el organismo, la especie a la que pertenece y su historia evolutiva, el contexto y su experiencia previa, entre otros factores. Por ejemplo, un perro no podrá hablar para comunicarle a su dueño que tiene hambre, debido a las características de su cuerpo, propias de su especie y adaptadas por su historia evolutiva —i.e., no cuenta con un aparato fonador apto para el habla y no cuenta con las estructuras y funciones cerebrales que le permitirían realizar dicha tarea—; sin embargo, podrá hacer uso de otro tipo de señales de comunicación para poderle dar a entender a su dueño su necesidad de alimento. O bien, tal vez yo no pueda diseñar los planos de un avión, ya que no cuento con la experiencia previa que, quizás, un ingeniero aeronáutico tenga. Asimismo, no será la misma respuesta que tenga un león en cautiverio a la de un león salvaje al encontrarse con un humano y, a su vez, dependerá de la manera en que éste último reaccione, ya sea de manera amigable, temerosa o agresiva. Por lo tanto, la cognición está sujeta a aspectos internos y externos del ser cognoscente.
Además, la cognición no se limita a los procesos tradicionales atribuidos a la mente humana, sino que abarca un espectro más amplio de capacidades presentes en múltiples niveles de la vida. Desde esta perspectiva, Fields y Levin (2022) proponen que la capacidad de navegar espacios arbitrarios es un principio invariante en la evolución de la cognición. Argumentan que la inteligencia no está restringida a organismos con sistemas nerviosos avanzados, sino que se manifiesta en la competencia de los seres vivos para explorar y explotar su entorno de manera adaptativa. Este enfoque destaca cómo la evolución ha reutilizado estrategias para resolver problemas en distintos niveles, desde la regulación metabólica hasta la movilidad tridimensional, lo que sugiere que la cognición es, en esencia, la habilidad de procesar información y responder eficientemente a cambios en el ambiente. Siguiendo esta línea, Lyon et al. (2021) proponen el concepto de cognición basal, argumentando que cualquier definición de la cognición debe partir de su base biológica. En su revisión, presentan una visión funcionalista en la que procesos como la percepción, la memoria, la toma de decisiones y la comunicación no son exclusivos de los organismos con sistemas nerviosos complejos, sino que emergen en múltiples niveles de la organización biológica, desde procariotas hasta sistemas neuronales avanzados. Este enfoque multidisciplinario abre la posibilidad de estudiar la cognición como un conjunto de capacidades distribuidas a lo largo del árbol filogenético, enfatizando que entender la forma en que los organismos más simples interactúan con su entorno puede ofrecer claves fundamentales sobre el desarrollo de la cognición en especies más complejas, incluyendo los humanos.
En este mismo sentido, Eckert et al. (2024) exploran cómo la capacidad de aprendizaje, tradicionalmente atribuida a organismos con cerebros desarrollados, se manifiesta incluso en sistemas unicelulares. A través de modelos matemáticos, demuestran que el fenómeno de habituación, una forma elemental de aprendizaje en la que un organismo reduce su respuesta a un estímulo repetido, puede emerger a partir de redes bioquímicas simples. Sus hallazgos desafían la noción de que el aprendizaje requiere estructuras neuronales, sugiriendo en cambio que procesos biológicos fundamentales, como la regulación de señales bioquímicas, pueden sostener comportamientos que se alinean con definiciones operativas de aprendizaje y memoria. Esta evidencia amplía el alcance de la cognición, mostrando que incluso organismos unicelulares exhiben formas rudimentarias de procesamiento de información que permiten la adaptación a su entorno. Además, Levin (2023) introduce el concepto de redes bioeléctricas como el vínculo entre la cognición y la evolución de sistemas inteligentes. Argumenta que la inteligencia no se limita a procesos cerebrales, sino que emerge a partir de la coordinación de unidades celulares individuales que trabajan colectivamente para formar organismos coherentes con objetivos, preferencias y capacidades de aprendizaje. Desde esta perspectiva, la evolución ha aprovechado mecanismos de señalización bioeléctrica para coordinar procesos a gran escala, desde la morfogénesis hasta la toma de decisiones en organismos multicelulares. Este modelo sugiere que la cognición no es un fenómeno exclusivo de los cerebros, sino un principio organizador fundamental que permite a los sistemas biológicos navegar su entorno y ajustarse a nuevas condiciones a través de interacciones colectivas.
Finalmente, en el contexto de la inteligencia artificial, Siemens et al. (2022) destacan la importancia de considerar la relación entre la cognición humana y artificial como sistemas distintos pero complementarios. En su análisis, argumentan que la cognición artificial no debe entenderse como una réplica de la cognición humana, sino como un conjunto de procesos diseñados para tareas específicas que pueden integrarse con las capacidades humanas. Desde esta perspectiva funcionalista, proponen modelos de interacción entre ambas formas de cognición, explorando qué procesos pueden ser delegados a sistemas artificiales y cuáles deben permanecer bajo el dominio humano. Sus hallazgos subrayan que, si bien la cognición artificial puede mejorar la toma de decisiones y la gestión de información, la capacidad de interpretar, contextualizar y generar significado sigue siendo una característica intrínsecamente humana. En conjunto, estas perspectivas amplían la comprensión de la cognición. Así, en lugar de concebirla como un dominio exclusivo de la mente humana, es más útil entenderla como una propiedad distribuida, flexible y en constante evolución, que permite a los sistemas biológicos y artificiales interactuar con su mundo de manera eficiente y adaptativa.
Una vez entendiendo —a grandes rasgos— la organización de los procesos cognitivos, es pertinente abordar el significado de emoción. Este término proviene del latín emotio, y hace referencia al movimiento, ya sea de aproximación o de alejamiento hacia algún estímulo, de acuerdo con el valor o calificación emocional que le asignemos —misma que puede ser dada de manera consciente o inconsciente (Ramos Loyo, 2012)—. Aunque Damasio (2000) se refiere a ellas como respuestas fisiológicas y conductuales rápidas, Massumi (1995) hace alusión a su componente subjetivo que está asociado sociolingüísticamente —y, desde luego, culturalmente— a la evaluación de las experiencias. Generalmente, se está de acuerdo en que las respuestas emocionales o afectivas están compuestas por una parte más automática, a cargo de zonas cerebrales profundas subcorticales —como la amígdala— y del sistema nervioso autónomo que, por ejemplo, regula nuestra respiración y el ritmo cardíaco; y otra de evaluación cognitiva, a cargo de zonas cerebrales corticales que son más externas —como la corteza prefrontal—, y que están asociadas con procesos más complejos como el pensamiento abstracto (Feldman Barrett y Wager, 2006; Gündem et al., 2022). Ambas vías interactúan para dar lugar a este tipo de experiencias complejas (Charland, 2011; Damasio, 2000; Ramos Loyo, 2012; Russell, 1980). Entonces, de cierta forma se podría decir que una parte de nosotros responde de manera rápida e inconsciente ante el mundo —p. ej., el ver una araña, lo que haría que nuestro ritmo cardíaco se acelerara y que nuestras manos sudaran—, mientras que otra parte, más racional, nos ayudaría a entender lo que está sucediendo y, quizás, modificar nuestra respuesta inicial.
Como modelo teórico, se ha propuesto que las emociones se pueden describir a partir de sus características únicas y particulares que pueden ser observadas a partir de respuestas conductuales y fisiológicas, dando como resultado emociones claramente definibles y distintas entre sí (Ekman, 1992; Panksepp, 1998). De ahí surge la propuesta de las emociones básicas y universales que, según Ekman (1992), son la alegría, la sorpresa, el miedo, la tristeza, el enojo y el disgusto. Su universalidad consiste en que ciertas expresiones faciales muy particulares se han relacionado principalmente y de manera consistente con estas emociones en diversas culturas y sociedades del mundo. Asimismo, esta teoría de las emociones categóricas o discretas establece que cada una de ellas tiene su propia huella fisiológica, es decir, que existen ciertos patrones en la respuesta autónoma del cuerpo —p. ej., micro expresiones faciales, frecuencia cardíaca, respiración— que están exclusivamente asociadas con una emoción en específico. También se han investigado ampliamente las bases neurales que subyacen a estas emociones básicas, encontrando consistencias, por ejemplo, entre la activación de la amígdala —i.e., estructura subcortical que se encuentra inmersa en ambos lóbulos temporales del cerebro— y el miedo (Gündem et al., 2022). Sin embargo, Gündem y colaboradores (2022), argumentan que la especificidad entre estas asociaciones no es fuerte, ya que, por ejemplo, en el caso de la amígdala, esta estructura también se ve involucrada en el procesamiento de estímulos que evocan emociones positivas, recompensa y novedad, por lo que sugieren que su rol tiene más que ver con procesar la importancia, la saliencia o la significancia afectiva de un estímulo (Kringelbach, 2013).
En ese sentido, y como contraparte a la teoría anterior, existe el modelo dimensional de emociones, en el que se establece que las emociones están compuestas por la dimensión de la valencia y la dimensión de la intensidad o activación emocional (Russell, 1980). De esta manera, una emoción puede encontrarse a lo largo de un espectro entre lo positivo —i.e., emoción agradable— y lo negativo —i.e., emoción desagradable—, así como una emoción que oscile entre una activación autónoma alta o baja —p. ej., agitación o sobresalto—. Estas dos dimensiones son independientes, por lo que, según el modelo circumplejo de Russell (1980), podemos tener emociones positivas de alta o baja intensidad —p. ej., alegría o tranquilidad—, así como emociones negativas de alta o baja intensidad —p. ej., ira o desánimo—. Cabe mencionar que, hasta la fecha, el término de valencia no queda muy claro entre las y los investigadores, ya que puede referirse a varios constructos teóricos y psicológicos como la tendencia de aproximación o evitación hacia ciertos estímulos, la percepción subjetiva de lo agradable o lo desagradable e, incluso, el juicio moral entre el bien y el mal (Walle y Dukes, 2023). En cuanto a las bases neurales de este modelo, existe evidencia de una lateralización en la actividad cerebral, donde una mayor actividad frontal izquierda —en contraste con el hemisferio derecho— se asocia con el procesamiento de estímulos que evocan emociones positivas, agradables y una tendencia de aproximación (Feldman Barrett y Wager, 2006; Valdés-Alemán, 2024; Valdés-Alemán et al., 2024, 2025).
Desde una perspectiva contemporánea, la teoría de la construcción psicológica (ptc, por sus siglas en inglés) de la emoción sostiene que las experiencias emocionales no son categorías discretas y universales, sino eventos idiosincráticos que emergen de mecanismos compartidos a nivel neural. De acuerdo con Gündem et al. (2022), en lugar de existir circuitos neuronales específicos para cada emoción, como postula la teoría de las emociones básicas, la emoción se construye a partir de procesos psicológicos fundamentales que operan en un marco predictivo. En este sentido, y en línea con lo planteado por Russell (1980), el afecto central (core affect) —definido por la valencia y la intensidad de la activación— juega un papel central en la construcción emocional, modulando la experiencia afectiva en función del contexto y la conceptualización. Dentro de este enfoque, las pcts adoptan una postura anti- esencialista y argumentan que, aunque cada evento emocional es único, un conjunto común de operaciones psicológicas subyace en su procesamiento. Estas incluyen no solo el core affect, sino también la conceptualización, la cual genera significado al integrar señales externas e internas a partir de asociaciones con experiencias previas (Gündem et al., 2022). Además, se ha propuesto que estas funciones fundamentales están sustentadas neurobiológicamente por redes cerebrales de gran escala, como la red de saliencia y la red por defecto, así como por sistemas involucrados en la regulación del cuerpo y la experiencia afectiva (Feldman Barrett y Wager, 2006; Gündem et al., 2022). Dado que la historia personal y los factores culturales desempeñan un papel clave en la generación de predicciones emocionales, la pct enfatiza la idiosincrasia y la especificidad cultural en lugar de la universalidad. Así, la emoción no es una reacción fija e innata, sino un proceso dinámico y construido, profundamente influenciado por el contexto y la cognición. Por tal motivo, entendiendo esta interacción, nos podemos dar cuenta de que emoción y cognición van de la mano, ya que la manera en que interpretamos el mundo y tomamos decisiones depende de este entrelazamiento continuo entre nuestra actividad emocional y cognitiva.
Ahora, este término de evaluación cognitiva, que se refiere a los procesos que parecieran ser superiores a las respuestas autonómicas o, como algunos autores llegan a denominar como primitivas (Dixon, 2012), puede llegar a confundirnos y a hacernos perder de vista que la cognición no escapa a dichos procesos —supuestamente— inferiores Recordemos que la cognición es una manera de organización cerebral o nerviosa que procesa la información que percibimos —tanto del exterior como del interior de nuestro cuerpo— para dar lugar a una serie de respuestas —movimientos— adaptadas biológicamente para nuestra sobrevivencia como especie (López-Riquelme, 2021).
Pero, entonces, ¿qué sucede con aquellos procesos cognitivos superiores, de los cuales los humanos nos jactamos de poseer, y con los cuales se asume que podemos deslindarnos de los sesgos emocionales o prescindir de nuestros comportamientos instintivos? Este tipo de pregunta o de argumento recuerda a la batalla entre mente y cuerpo —i.e., dualismo cartesiano—, según la teoría de las pasiones de Descartes, donde la única forma de escapar de las aflicciones emocionales sería mediante la razón (Lázaro Cantero, 2012). Spinoza criticaría esta postura, al decir que no existe tal conflicto, ya que no puede haber un dominio racional sobre la emoción (Armstrong, 2013; Cottingham, 1988). En este momento serviría reflexionar un poco sobre nuestra propia experiencia: ¿Será que en nuestra vida cotidiana actuamos racionalmente en todo momento? Es decir, analizando, reflexionando, ponderando y calculado cada una de nuestras acciones, con total detenimiento y precisión. Suena a lo que haría una máquina, no nosotros, de ahorros cognitivos para un consumo óptimo de recursos. Pero, incluso, aquellos momentos donde tenemos certeza y claridad de que estamos ejecutando alguna tarea o tomando alguna decisión completamente a la luz de la racionalidad y de la objetividad, ¿estamos exentos de nuestra propia naturaleza emocional, moldeada genética, ambiental y socioculturalmente, y transformada de acuerdo con nuestras memorias y experiencias?
Después de reflexionar un poco sobre estas interrogantes, pasemos ahora a lo que nos muestra, de manera general, la evidencia científica. Ya mencionaba anteriormente que las áreas de la cognición social y de la psicología social mostraron interés por el estudio de las emociones, y son estas investigaciones las que nos podrían ayudar a contestar las preguntas que planteé previamente. Al poner a prueba los efectos emocionales sobre la manera en que percibimos las cosas, nuestra interpretación de lo que piensan y sienten los demás, a la hora de tomar decisiones, al realizar juicios morales, cuando creamos categorías según los rasgos y las características de las personas que nos llevan a los estereotipos y a los prejuicios, entre otros fenómenos conductuales, los resultados de estas investigaciones dejan en claro que no es posible aislarnos para formarnos un criterio objetivo sobre el mundo (Beer y Ochsner, 2006; Gómez Jiménez, 2007; Moya y Expósito, 2007; Ochsner y Lieberman, 2001; Rodríguez Pérez y Betancor Rodríguez, 2007; Torres y Reicher, 2007).
La evidencia sugiere que la emoción no es un elemento ajeno a la toma de decisiones, sino un componente esencial que modula el procesamiento cognitivo en múltiples niveles. Diversos modelos han intentado explicar esta interacción, destacando dos enfoques principales (Lerner et al., 2024). Por un lado, algunas teorías postulan que la valencia emocional (positiva o negativa) es el principal predictor de los resultados de una decisión, por otro, modelos más recientes argumentan que las emociones de una misma valencia pueden generar efectos opuestos en determinados contextos (Lerner et al., 2024). Desde esta perspectiva, el Modelo de Elección Impregnada por la Emoción (eic, por sus siglas en inglés) propone una integración más amplia, en la que las emociones impregnan cada fase del proceso de decisión, modificando tanto la evaluación de riesgos como la preferencia por ciertas alternativas. Este enfoque resulta particularmente relevante para comprender la interacción entre emoción y cognición en situaciones de incertidumbre, ya que enfatiza que las respuestas emocionales no solo influyen en la evaluación subjetiva de las opciones, sino también en la manera en que se asignan recursos cognitivos durante la toma de decisiones.
De manera similar, Ochsner y Lieberman (2001) examinaron cómo las emociones modulan los juicios y la toma de decisiones, mostrando que la activación de áreas subcorticales relacionadas con la emoción, como la amígdala, influye directamente en la evaluación de estímulos y en la regulación cognitiva de respuestas afectivas. De manera complementaria, Beer y Ochsner (2006) exploraron cómo las interacciones sociales dependen de la integración entre cognición y emoción, encontrando que la disfunción en regiones prefrontales puede afectar la regulación emocional, alterando la conducta social y la toma de decisiones. Asimismo, Rodríguez Pérez y Betancor Rodríguez (2007) discutieron el papel de los modelos heurísticos en la percepción y el juicio, señalando que las emociones influyen en la categorización de personas y eventos, afectando la manera en que interpretamos la realidad.
Un dato curioso que refuerza la influencia de la emoción en la percepción proviene del estudio de Logeswaran y Bhattacharya (2009), quienes demostraron que la emoción evocada por la música puede modificar la interpretación emocional de estímulos visuales. En su experimento, encontraron que escuchar música alegre o triste antes de observar rostros influía en la percepción emocional de estos, aumentando la sensación de felicidad o tristeza percibida, incluso en rostros de expresión neutral. Además, a nivel neurofisiológico, estos efectos, conocidos como priming, se reflejaban en respuestas cerebrales tempranas (dentro de los primeros 100 ms), lo que sugiere que la transferencia emocional entre modalidades sensoriales ocurre de manera automática y rápida. Este hallazgo resalta cómo las emociones generadas en un contexto pueden filtrarse a otros procesos cognitivos, influenciando nuestra interpretación del entorno y, en consecuencia, nuestras decisiones.
La influencia de la emoción no solo se limita a la percepción, sino que también juega un papel determinante en los juicios morales. Ugazio et al. (2012) encontraron que distintas emociones de la misma valencia pueden generar efectos opuestos en el juicio moral, dependiendo de su dimensión motivacional. En su estudio, se observó que el enojo, asociado con una motivación de aproximación, tendía a hacer que los participantes emitieran juicios morales más permisivos, mientras que el asco, vinculado con una motivación de evitación, generaba juicios más restrictivos. Además, estos efectos fueron más evidentes en juicios que involucraban escenarios personales e impersonales, donde los participantes debían tomar decisiones activas en lugar de emitir juicios abstractos. Estos hallazgos sugieren que la emoción no solo influye en la percepción de eventos y la toma de decisiones pragmáticas, sino también en nuestra capacidad de evaluar dilemas éticos, lo que subraya aún más su papel central en la cognición humana.
En conjunto, estas evidencias sugieren que la emoción no es un componente accesorio, sino un mecanismo central en el procesamiento cognitivo, funcionando como un filtro que modula nuestra manera de percibir, evaluar y actuar en el mundo. En este sentido, la idea de que es posible tomar decisiones de manera puramente racional, sin la intervención de la emoción, se ve desafiada por la creciente evidencia que respalda la interdependencia entre ambos procesos. Así, las emociones no solo afectan qué elegimos, sino también cómo evaluamos nuestras opciones y procesamos la información disponible, reafirmando que la emoción y la cognición están profundamente entrelazadas. Los resultados de estas investigaciones cuestionan nuestra supuesta capacidad de actuar de manera racional y objetiva en el mundo. Al final del día, somos seres subjetivos, y nos servimos de nuestras experiencias, de nuestras intuiciones y, evidentemente, de nuestras emociones, para navegar por este complejo camino llamado vida. Justo como mencionan Rodríguez Pérez y Betancor Rodríguez (2007), nuestra forma de procesar la realidad es con base en modelos heurísticos —es decir, simplificaciones sobre el mundo que nos llevan a conclusiones de manera rápida y sencilla, aunque no sean del todo ciertas—, los cuáles distan de ser objetivos, sino todo lo contrario; nuestras motivaciones y emociones terminan por repercutir en la construcción de dichos modelos. En ese sentido, y de acuerdo con estos autores, al momento de formarnos impresiones de la gente, de los objetos, o de las situaciones en general, acudimos a nuestras experiencias previas, a nuestros aprendizajes —socioculturalmente moldeados—, y a las valoraciones emocionales que les asignamos, para tomar decisiones y actuar. Esto sucede de manera inconsciente, por lo que escapa a nuestro supuesto intento de objetividad o de racionalidad. Para muchos, esto, además de ser controvertido, podría ser algo aterrador ya que, entonces, ¿dónde quedaría nuestro libre albedrío? Bueno, la verdad es que, como organismos biológicos, estamos atados a nuestro cuerpo y sus capacidades biológicas, es decir, a su manera de funcionar y de actuar —hay que evitar caer de nuevo en aquel antiguo dilema del dualismo cartesiano (Cottingham, 1988)—. Si consideramos todo esto y, además, tomamos en cuenta los estudios sobre genética del comportamiento (Plomin et al., 2012), nos daremos cuenta del peso genético que existe sobre nuestro comportamiento y, por ende, sobre nuestro procesamiento cognitivo. De tal modo que pareciera que nuestro supuesto libre albedrío, es más bien una ilusión. Pero bueno, eso es un tema que se aleja de nuestra discusión actual, por lo que deberá ser abordado en otro momento.
Por lo tanto, se puede argumentar que la cognición no es una especie de ente u órgano superior independiente de otros procesos cerebrales, más bien se trata de esta capacidad de procesar la información que percibimos del exterior o desde el interior de nuestro cuerpo, integrada al momento y a partir de memorias o experiencias pasadas, y la cual nos permite actuar de una determinada manera según la situación. Por tal motivo, cognición y emoción no pueden estar separadas, ya que la emoción sería parte de la respuesta cognitiva ante la entrada de información y, como veíamos anteriormente, que deriva en el movimiento que nos acerca o nos aleja según la valoración de dicha información o estímulo —i.e., si nos causa dolor o placer—. Incluso, D’Andrade (1981) se opone a la idea de que la cognición y la emoción están negativamente correlacionadas, donde los animales más encefalizados responden menos a sus emociones que aquellos con un cerebro de menor tamaño. El autor argumenta que el aumento del volumen del cerebro, comúnmente asociado con el aumento de la inteligencia o de las capacidades cognitivas, no es más que una adaptación ante las presiones ambientales que demandan de un mayor procesamiento y control emocional. Es decir, si bien, la presencia de algún determinado estímulo ya no supone una reacción rápida y automatizada, los animales que poseen estas capacidades cognitivas más complejas, tienen la capacidad de retener la información y postergar la respuesta para actuar de manera más adecuada según la circunstancia, el contexto, sus motivaciones, sus intenciones, y sus experiencias previas. No obstante, dicha respuesta, aunque no se trata de una reacción inmediata, sí es una acción que, finalmente, está basada en la emoción. Además, desde otra perspectiva, podemos pensar que la encefalización se da como consecuencia a la necesidad adaptativa de ejecutar y regular un abanico conductual —emocional— más amplio y diverso ante las presiones del entorno ecológico por lo que, en todo caso, los animales más encefalizados somos aún más emocionales (D’Andrade, 1981). “Toda nuestra vida, todo lo que somos, nuestros deseos, percepciones, pensamientos, emociones e incluso nuestro conocimiento, son el resultado de la integración de complejos patrones de actividad de circuitos neuronales en nuestro sistema nervioso” (López-Riquelme, 2021, p. 81). Este sistema nervioso ha evolucionado para responder al ambiente a partir del procesamiento de estímulos y, si bien, en algunos organismos este procesamiento puede llegar a ser muy complejo, al final son las emociones las encargadas de que aprendamos, de motivarnos, de mantenernos a salvo, de alejarnos de amenazas, o de acercarnos hacia los estímulos positivos —según nuestras necesidades—; en fin, se encargan de movernos. Las emociones son el motor de la vida, organizadas y coordinadas por una estructura cognitiva que ha evolucionado de acuerdo con el contexto y las necesidades de cada especie.
En definitiva, la emoción no es un elemento ajeno a la cognición, sino un componente esencial que influye en la percepción, la toma de decisiones y los juicios morales. Desde la teoría de la construcción psicológica hasta el modelo de elección impregnada de emoción, la evidencia sugiere que nuestras decisiones no son procesos puramente racionales, sino que están moduladas por respuestas afectivas que surgen de la interacción entre nuestro cuerpo, el contexto y nuestras experiencias previas. La emoción no solo da forma a cómo evaluamos el mundo, sino que también impacta en la manera en que categorizamos la información, ajustamos nuestras respuestas y nos adaptamos a situaciones complejas. Así que, la próxima vez que nos encontremos en alguna situación estresante, como la del inicio del texto —aunque esperemos que no sea el caso—, sabremos que nuestras decisiones y nuestras acciones estarán siendo determinadas por nuestras emociones y, aun cuando hagamos el esfuerzo sobrehumano por mantener la calma y tratar de responder de manera controlada y racional, no nos será posible abandonar nuestro cuerpo biológico, por lo que terminaremos actuando según nuestras capacidades físicas —corporales cognitivas—, según nuestro contexto y nuestras experiencias o aprendizajes previos, y siempre motivados por la emoción.
Armstrong, A. (2013). Passions, Power, and Practical Philosophy: Spinoza and Nietzsche Contra the Stoics. Journal of Nietzsche Studies, 44(1).
Barrett, L. F., Lindquist, K. A., & Gendron, M. (2007). Language as context for the perception of emotion. Trends in Cognitive Sciences, 11(8), 327– 332. https://doi.org/10.1016/j.tics.2007.06.003
Beer, J. S., & Ochsner, K. N. (2006). Social cognition: A multi level analysis. Brain Research, 1079(1), 98–105. https://doi.org/10.1016/j.brainres.2006.01.002
Charland, L. C. (2011). Moral undertow and the passions: Two challenges for contemporary emotion regulation. Emotion Review, 3(1), 83-91. https:// doi.org/10.1177/1754073910380967
Cottingham, J. (1988). The Intellect, the Will, and the Passions: Spinoza’s Critique of Descartes. Journal of the History of Philosophy, 26(2), 239–257. https://doi.org/10.1353/hph.1988.0023
Damasio, A. R. (2000). A second chance for emotion. In R. D. Lane & L. Nadel (Eds.), Cognitive neuroscience of emotion (pp. 12–23). Oxford University Press.
D’Andrade, R. (1981). The Cultural Part of Cognition. Cognitive Science,, 5, 179–195.
Dixon, T. (2012). Emotion: The history of a keyword in crisis. Emotion Review, 4(4), 338-344. https:// doi.org/10.1177/1754073912445814
Eckert, L., Vidal-Saez, M. S., Zhao, Z., Garcia-Ojalvo, J., Martinez-Corral, R., & Gunawardena, J. (2024). Biochemically plausible models of habituation for single-cell learning. Current Biology, 34(24), 5646-5658.e3. https://doi.org/10.1016/j.cub.2024.10.041
Ekman, P. (1992). Are There Basic Emotions? Psychological Review, 99(3), 550–553.
Feldman Barrett, L. & Wager, T. D. (2006). The Structure of Emotion: Evidence from Neuroimaging Studies. Current Directions in Psychological Science, 15(2), 79-83.
Fields, C., & Levin, M. (2022). Competency in Navigating Arbitrary Spaces as an Invariant for Analyzing Cognition in Diverse Embodiments. Entropy, 24(6). https://doi.org/10.3390/ e24060819
Gómez Jiménez, Á. (2007). Estereotipos. In J. F. Morales, E. Gaviria, M. C. Moya Morales, & M. I. Cuadrado Guirado (Eds.), Psicología social (pp. 213–241).
Gündem, D., Potocnik, J., De Winter, F. L., El Kaddouri, A., Stam, D., Peeters, R., Emsell, L., Sunaert, S., Van Oudenhove, L., Vandenbulcke, M., Feldman Barrett, L., & Van den Stock, J. (2022). The neurobiological basis of affect is consistent with psychological construction theory and shares a common neural basis across emotional categories. Communications Biology, 5(1). https://doi. org/10.1038/s42003-022-04324-6
Ibañez, A., & Manes, F. (2012). Contextual social cognition and the behavioral variant of frontotemporal dementia. Neurology, 78(17), 1354–1362. https://doi.org/10.1212/WNL. 0b013e3182518375
Kringelbach, M. L. (2013). Limbic Forebrain: The Functional Neuroanatomy of Emotion and Hedonic Processing. In Neuroscience in the 21st Century (pp. 1335–1363). Springer New York. https:// doi.org/10.1007/978-1-4614-1997-6_46
Lázaro Cantero, R. (2012). Descartes y las Pasiones Humanas. Cauriensia, VII, 249–257.
Lerner, J. S., Dorison, C. A., & Klusowski, J. (2024). How do emotions affect decision making? In A. Scarantino (Ed.), Emotion Theory: The Routledge Comprehensive Guide (1st ed., p. 22). Routledge. https://doi.org/10.4324/9781003469018
Levin, M. (2023). Bioelectric networks: the cognitive glue enabling evolutionary scaling from physiology to mind. Animal Cognition, 26(6), 1865- 1891. Springer Science and Business Media Deutschland GmbH. https://doi.org/10.1007/ s10071-023-01780-3
Logeswaran, N., & Bhattacharya, J. (2009). Crossmodal transfer of emotion by music. Neuroscience Letters, 455(2), 129–133. https://doi.org/10.1016/j.neulet.2009.03.044
López-Riquelme, G. O. (2021). La causación de la sobrevivencia y la reproducción: el estudio integral de los mecanismos y la función del comportamiento. In R. Bernal-Gamboa & J. Nieto (Eds.), Estudios Contemporáneos en Cognición Comparada 3 (pp. 9–116). Universidad Nacional Autónoma de México.
Lyon, P., Keijzer, F., Arendt, D., & Levin, M. (2021). Reframing cognition: Getting down to biological basics. Philosophical Transactions of the Royal Society B: Biological Sciences, 376(1820). https://doi.org/10.1098/rstb.2019.0750
Massumi, B. (1995). The Autonomy of Affect. Cultural Critique, 31, 83. https://doi.org/10.2307/1354446
Moya, M., & Expósito, F. (2007). Percepción de personas y de sus acciones. In J. F. Morales, E. Gaviria, M. C. Moya Morales, & M. I. Cuadrado Guirado (Eds.), Psicología social (pp. 267–294).
Ochsner, K. N., & Lieberman, M. D. (2001). The emergence of social cognitive neuroscience. American Psychologist, 56(9), 717-734. https://doi. org/10.1037/0003-066X.56.9.717
Panksepp, J. (1998). Affective Neuroscience. The Foundations of Human and Animal Emotions. Oxford University Press.
Plomin, R., DeFries, J., Knopik, V., & Neiderhiser, J. (2012). Behavioral Genetics (Sixth Edition). Worth Publishers.
Ramos Loyo, J. (2012). Psicobiología del procesamiento emocional. In E. Matute (Ed.), Tendencias actuales de las Neurociencias Cognitivas (2a Edición, pp. 65–86). Manual Moderno.
Rodríguez Pérez, A., & Betancor Rodríguez, V. (2007). La cognición social. In J. F. Morales, E. Gaviria, M. C. Moya Morales, & M. I. Cuadrado Guirado (Eds.), Psicología social (pp. 125–167).
Russell, J. A. (1980). A Circumplex Model of Affect. Journal of Personality and Social Psychology, 39(6), 1161–1178.
Siemens, G., Marmolejo-Ramos, F., Gabriel, F., Medeiros, K., Marrone, R., Joksimovic, S., & de Laat, M. (2022). Human and artificial cognition. Computers and Education: Artificial Intelligence, 3. https://doi.org/10.1016/j.caeai.2022.100107
Torres, M. H., & Reicher, S. (2007). Categorización social y construcción de las categorías sociales. In J. F. Morales, E. Gaviria, M. C. Moya Morales, & M. I. Cuadrado Guirado (Eds.), Psicología social (pp. 169–194)
Ugazio, G., Lamm, C., & Singer, T. (2012). The role of emotions for moral judgments depends on the type of emotion and moral scenario. Emotion, 12(3), 579–590. https://doi.org/10.1037/ a0024611
Valdés-Alemán, P. (2024). Procesamiento emocional ante estímulos música-color y su respuesta electrofisiológica en personas con depresión [Master’s Thesis, Universidad Autónoma del Estado de Morelos]. https://doi.org/http://dx.doi. org/10.13140/RG.2.2.33894.40005
Valdés-Alemán, P., Téllez-Alanís, B., Platas-Neri, D., & Palacios-Hernández, B. (2025). Frontal alpha and parietal theta asymmetries associated with color-induced emotions. Brain Research, 1846. https://doi.org/10.1016/j.brainres.2024.149297
Valdés-Alemán, P., Téllez-Alanís, B., & Zamudio-Gurrola, A. (2024). Brain Electrical Patterns Associated with Pleasure and Emotion Induced by Tonal and Atonal Music. Behavioral Neuroscience. https://doi.org/10.1037/bne0000588
Walle, E. A., & Dukes, D. (2023). We (Still!) Need to Talk About Valence: Contemporary Issues and Recommendations for Affective Science. Affective Science, 4(3), 463-469. Springer Nature. https://doi.org/10.1007/s42761-023-00217-x
-