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Tue, 28 Feb 2023 in Diseminaciones
La larga risa de todos estos años: Efectos del núcleo metapoético en la antipoesía de Nicanor Parra
Resumen
Empleando nociones de la teoría metaliteraria y poética, este ensayo afirma, a 65 años de la publicación del poemario Poemas y antipoemas (1954), de Nicanor Parra, que la antipoesía, en tanto proyecto de un solo autor, no solo estaría hablando constantemente de un modo de enunciar poesía, sino de cómo ganar ese lugar de enunciación. Otra manera de verlo: que, de una forma más o menos explícita, bajo el discurso humorístico y coloquial de la antipoesía se presenta en estado latente un metadiscurso, una forma de confrontar a la poesía, pero con poesía. En efecto, como han comentado otros críticos, en la obra de Parra hay un planteamiento en clave posmoderna a la crisis de la representación propia de la literatura del siglo XX, pero en la posibilidad de un proyecto tan mayúsculo el autor advertirá pronto que si solo trasgrede la retórica de cierto tipo de poesía, apenas habrá rebajado la polisemia del texto literario. Eso que se ha conocido como desacralización del lenguaje poético y del ejercicio mismo de la poesía, en Parra funciona al comienzo como dispositivo expresivo antipoético, pero luego se volverá su eje donde pivote la propuesta entera: la de un profesor de liceo obscuro capaz de inventar no un lenguaje literario, sino un movimiento de neovanguardia que alcanza hasta la plástica, la traducción y la anécdota cotidiana. Ya sea como incordio, ataque directo, chiste, artefacto plástico o canción popular, Parra parece confirmar el núcleo duro de la antipoesía: que es, ante todo, metapoesía amarga, recursiva, y que tiene el recurso humorístico solo como puerta de acceso.
Main Text
Introducción
Acierta Niall Binns cuando, analizando con cuidado la trayectoria de Nicanor Parra, comenta que:
[L]a antipoesía constituiría algo así como una ruptura (postmoderna: la última de lasrupturas) con la totalidad de la poesía moderna en Hispanoamérica […]. Lacontextualización de la voz parriana supone el reconocimiento de una serie deexperiencias vivenciales que expusieron al autor a varios fenómenos de lapostmodernidad en estado embriónico. (1999, pp. 57-58)
Desde la publicación de sus reconocidos Poemas y antipoemas (1954), Nicanor Parra (1914-2018) devino constantemente una presencia extraña e incómoda en el panorama literario chileno y luego continental. Por supuesto, las “máquinas axiomáticas”, para utilizar el término de Gilles Deleuze,1 intentaron absorber a ese agente extraño con el fin de traducirlo a sus códigos y así domesticarlo (nombramiento como director honorario de la escuela de literatura de una universidad privada, fundada por la misma dictadura; exhibición de sus trabajos plásticos en los patios del propio palacio de La Moneda, etcétera). Pero en todos aquellos intentos, Parra se comportó, otra vez Deleuze dixit, como un esquizo:2 redefinió el movimiento antipoético, despistó, mutó hacia otros discursos, trató de no hacerse aprehensible.
Asumiendo que la antipoesía debía ir más allá de un procedimiento poético encerrado en los límites de un libro delgado para instalarse en prácticas más performativas, Parra se las ingenió para incordiar, cambiar, moverse, ser impredecible y así darle una vuelta de tuerca más a su trayectoria, con el propósito de que el círculo no se cerrara y solo se produjera un giro más a la espiral. Después de Poemas y antipoemas, allí donde se esperaba que continuara asustando al burgués con sus condiciones de existencia, como se aguardaría de un vanguardista o un autor moderno -véase el “Autorretrato”: “Considerad, muchachos,/ este gabán de fraile mendicante:/ Soy profesor en un liceo obscuro,/ he perdido la voz haciendo clases […]. Y todo ¡para qué!/ para ganar un pan imperdonable/ duro como la cara del burgués/ y con olor y con sabor a sangre” (Parra, 1983, p. 22)-, en las siguientes entregas se preocuparía, en realidad, por seducirlo engañosamente - como en “Me defino como un hombre razonable”: “Me defino como hombre razonable/ no como profesor iluminado/ ni como vate que lo sabe todo […]./ Soy un modesto padre de familia/ un fierabrás que paga sus impuestos” (1983: 178)-; para, posteriormente, apropiarse de discursos propios del campo cultural, como la plástica seria (Artefactos, 1973), los mass media (Sermones y prédicas del Cristo de Elqui, 1977) o la traducción libérrima (Lear, Rey & Mendigo, 20043). Para Binns, “estas ideas auguraran caminos nuevos: al dar la espalda a la provocación de su primera etapa iconoclasta, el antipoeta señala el agotamiento de la trasgresión y la inevitabilidad de la convergencia” (1999, p. 57). “No obstante”, agrega el crítico -y es su comentario al calce más importante para el desarrollo de este trabajo- “sigue reservándose el derecho a la divergencia antipoética” (ibíd.).
A 65 años de publicados los Poemas y antipoemas, ¿qué es la antipoesía, entonces?, ¿solo aquello contenido en las páginas de aquel libro célebre?, ¿únicamente destrucción retórica?, ¿la reivindicación del coloquialismo?, ¿un solo gesto constante, el de la divergencia?, ¿un proyecto de mayor envergadura que no se limitaba al discurso verbal, sino a un modo de hacer arte y de configurar la existencia de un solo hombre? Aunque de manera desprolija, todas estas preguntas han sido ya respondidas por la crítica. Por lo tanto, este ensayo se propone, echando mano de la teoría metaliteraria y poética, de ensayistas como Binns, Matías Ayala, Roberto Valero, Iván Carrasco y otros, y de ciertas nociones de la teoría literaria contemporánea, analizar que, en realidad, la antipoesía de Parra, como proyecto de un solo autor, está hablando constantemente de un modo de enunciar poesía y de ganar ese lugar de enunciación. Otra forma de verlo: que, de una manera más o menos explícita, bajo su discurso está en estado latente un metadiscurso, una forma de confrontar a la poesía, pero con poesía. El teórico Jesús Camarero ha notado este fenómeno en la literatura contemporánea, explicándolo como:
[U]na suerte de metalenguaje, un desvío operado a partir de la lengua misma, un lenguajegramatical que describe el objeto que ya no es la lengua misma, sino el conjuntointegrado de las operaciones de la significación y la significancia. Y elresultado sería el fenómeno […] de la metarrepresentación, puesla representación, que era la función primera de este acto descriptivo, semezcla con el acontecimiento de la misma escritura, del acto mismo de larepresentación, se une a la manipulación de los componentes escriturales paraobtener una significación añadida que tiene en cuenta la forma sobre todo, y quetiene [en] cuenta el juego de posibilidades de organización del lenguaje y de laescritura, un trabajo sobre la materia escritural que invita al lector a unaaventura de interpretación y también de reescritura. (2004, p. 26)
Cuando se analice ese metalenguaje en la propuesta de Parra, nos daremos cuenta que, en efecto, hay un planteamiento en clave posmoderna a la crisis de la representación propia de la literatura del siglo XX, pero en la posibilidad de un proyecto tan mayúsculo como la antipoesía el autor advertirá pronto que si solo trasgrede la retórica de cierto tipo de poesía, apenas habrá rebajado la polisemia del texto literario a su mayor legibilidad y comprensión. Eso que se ha conocido como desacralización del lenguaje poético y del ejercicio mismo de la poesía -“Los poetas bajaron del Olimpo […]/ nosotros sostenemos/ que el poeta no es un alquimista/ el poeta es un hombre como todos/ un albañil que construye su muro: un constructor de puertas y ventanas” (Parra, 1983, pp. 153-154)- en Parra funcionará al comienzo como dispositivo expresivo antipoético, pero luego se volverá su eje donde pivote su propuesta entera.
Ya fuera con el incordio, el ataque directo, el chiste, el artefacto plástico, el lenguaje coloquial o las estructuras de la canción popular chilena, en tanto revestimientos evidentes, Parra parece confirmar el núcleo duro de la antipoesía: que es, ante todo, metapoesía amarga, recursiva, y que tiene el recurso del humor solo como puerta de acceso.
Un pedagogo que hace reír: La enunciación (anti)poética
En un texto muy reciente, Niall Binns señala algo parecido a lo más arriba planteado y que ayudará a construir los argumentos de este ensayo:
Quizás el tema principal de la antipoesía sea, precisamente, la antipoesía. Frente al imponente legado de los tres vanguardistas de la guerrilla literaria, y frente a la grandilocuencia profética de la poesía política de Neruda […], era necesario abrirse un espacio en el mundo poético, aunque fuese a codazos, mediante declaraciones de principios, manifiestos y ataques tanto a los poetas consagrados como a los críticos y lectores que los consagraban. (2018, p. 14)
Ese ataque se concreta de manera pura en el poema “Manifiesto”, pero luego lo que queda es el gesto de importunar. No contento con generar una enunciación deliberadamente al margen de las cuatro grandes poéticas chilenas de la primera mitad del siglo XX (Gabriela Mistral, Vicente Huidobro, Pablo Neruda y Pablo de Rokha), Parra considera el elogio enrarecido que el conquistador Alonso de Ercilla hace de esas tierras sureñas -“Chile, fértil provincia y señalada en la región Antártica famosa” (1983, p. 16)- para abrir una herida que se realiza no solo sobre la superficie del establishment literario, sino sobre el cuerpo mismo de la identidad nacional. De ahí que, hasta ahora, Parra no se asimile, no se entienda y, en muchos casos, no se acepte: “Creemos ser país/ y la verdad es que somos apenas paisaje” (1983, p. 183). Un paisaje que, además, se ha ido definiendo mejor con el discurso de las periferias (el de un español y hasta el de un nicaragüense). Recordando la parodia a los famosos versos de Altazor, de Vicente Huidobro, “Los cuatro puntos cardinales son tres: el Sur y el Norte” (1931, p. 11), Parra escribió de manera lapidaria en uno de sus artefactos: “Los cuatro grandes poetas de Chile/ Son tres/ Alonso de Ercilla y Rubén Darío” (1972), desfundamentando toda posibilidad de apropiación nacionalista y situándose donde todo ironista debe ubicarse para trabajar: a distancia.4 Estos versos sueltos provocan hilaridad. Pero la consecuencia final es una risa extendida, que cala hondo. La larga risa de todos estos años.
Ese título es, por supuesto, un préstamo. En 1983, el escritor argentino Rodolfo Fogwill publicó un largo cuento llamado “La larga risa de todos estos años”, en la línea de otros relatos suyos, como “Help a él” y “Muchacha punk”. Es decir, un cuento violento, polémico, cáustico; un cuento donde la risa aludida en el título es casi imperceptible cuando se llega a niveles narrativos más profundos: dos lesbianas tratando de sobrevivir durante la dictadura argentina, prostituyéndose, dando clases de artes marciales, auto-engañándose. “No éramos tan felices”, dice la narradora al comienzo, “pero si en las reuniones de los sábados alguien hubiese preguntado si éramos felices, ella habría respondido ‘seguro sí’” (Fogwill, 2009, p. 109). Sin embargo, casi al final del relato sentencia: “Pregunto cómo no pudimos seguir siendo felices” (p. 121).
Algo parecido ocurre al leer retrospectivamente la antipoesía de Nicanor Parra. La risa que sobreviene tras la revisión de Versos de salón (1962), Sermones y prédicas del Cristo del Elqui (1977) y, por supuesto, Poemas y antipoemas es una risa que se ubica en un nivel primario de los versos. Pero asumir a Parra solo por el lado del humor, o del coloquialismo, es deformarlo. Cuando se profundiza en su poesía, empleando cualquier metodología -cualquiera: la poesía de Parra resiste desde un macabro análisis descompositivo-estructural hasta una interpretación como artefacto exquisito de los estudios culturales-, la risa en realidad pasa a ser un gesto de invitación, una llave que abre las puertas de algo más amargo y conmovedor. Esto se encarna con extrema lucidez en el poema “Advertencia”, de Versos de salón:
Por eso, un modo más justo de asumir a Parra en el campo literario hispanoamericano sería fijarse en cómo un poeta de provincias -tanto en términos de temática como de procedencia: pensemos que el hombre, nacido en San Fabián de Alico, publica en 1937 Cancionero sin nombre, poemario que se ha señalado como “libro de romances que se nutrió tanto de la tradición oral chilena como del modelo peninsular del Romancero gitano de Federico García Lorca” (Binns, 2018, p. 8)- aprende pronto la consigna primordial de las vanguardias: el humor es un señuelo para atraer a lectores; pero una vez en el texto, hay que golpearlos con un guante blanco. O negro. Lo que equivale a decir: exponer desnudamente el procedimiento de creación literaria. Por eso y para eso, Parra despoja al lenguaje poético de cualquier ornato o añadidura, y va en contra de una forma de escribir poesía.
Así parece entenderlo también el crítico Roberto Valero, cuando explica que: “La dinamita de Parra es el humor. Una vez descodificados los diversos tipos de humor -negro, ironía, absurdo, burla…- que el poeta nos ofrece, nos encontramos con un mensaje agónico” (1991, p. 210). Y más adelante agrega:
Desde luego que el efecto humorístico nos alcanza inmediatamente al leer el poema, pero una vez trascendida esa primera experiencia nos damos cuenta que hay una distorsión de diversos discursos: público, religioso, y también una verdad abominable detrás de la aparente irreverencia. (1991, p. 213)
Es decir, en lugar de un hermetismo y experimentación estériles, como el llevado a cabo por el colectivo surrealista chileno La Mandrágora (encabezado por Teófilo Cid y Braulio Arenas), Parra apuesta por la legibilidad y el humor para introducir al lector de la manera más rápida y violenta posible al terreno donde mejor sabe hacer las cosas: aquél en el que desmenuza, con sarcasmo, tanto al material con el que se hace literatura (el lenguaje) como al oficio mismo y todo cuanto le rodea (el poeta y la poesía). Ése es el disparadero principal de la antipoesía: constituirse como arte ensimismado. Dice Álvaro Bisama, en un artículo que se titula, precisamente, “La risa”:
[La de Parra es] una literatura que se resiste a sus propios clichés y sabotea, una y otra vez, cualquier idea preconcebida que se tenga de ella. Quizás porque quien la redacta es un pedagogo discontinuo, cuya lección es enfatizar justamente la contradicción entre la condición inasible de cualquier conocimiento y la claridad de la lengua con que se enuncia dicho problema. Ahí, todo humor, toda transparencia, es una trampa. Porque la literatura de Parra es tristísima y desde hace un rato es imposible verla como otra cosa que no sea una meditación sobre cómo funciona el lenguaje y hasta dónde es posible tensarlo y destruirlo. (Bisama, 2014)
Bisama y Valero exponen algunos puntos que son esenciales: el humor, pero como trampa; la intención de llevar al lenguaje a querer decir algo más hondo, pero privándose deliberadamente de figuras retóricas enrevesadas; y la idea, muy puntual y original, de que Parra, antes que poeta, es un pedagogo. Es decir, un profesor de liceo, un docente que, asumiendo el principio general de la profesión, tiene que hacerse entender, controlar la polisemia de los signos por intrincada que sea la materia que esté impartiendo en el salón de clases.
Es lo que puede visualizarse en el ya citado “Autorretrato”, de Poemas y antipoemas: “Soy profesor de un liceo obscuro/ he perdido la voz haciendo clases […]./ Por el exceso de trabajo, a veces/ veo formas extrañas en el aire/ oigo carreras locas,/ risas, conversaciones criminales […]./ Aquí me tienen hoy/ detrás de este mesón inconfortable/ embrutecido por el sonsonete/ de las quinientas horas semanales” (Parra, 1983, p. 23). La posición del profesor extenuado, mohíno, cadavérico, se vuelve, entonces, el lugar de enunciación primordial que dará paso a un movimiento pendular muy reconocible en la antipoesía: aquel que va de la descripción del entorno referencial inmediato (la vestimenta, la condición mísera de maestro de liceo, etcétera) a la descripción de un entorno onírico, caótico, imaginativo; todo con un tono opacamente coloquial. Piénsese, por ejemplo, en el poema “La trampa”, de Poemas y antipoemas:
Y también, en “Vida de perros”, de Versos de salón:
En el poema “La trampa”, precedido en el libro de 1954 por “Autorretrato” e inmediatamente por “La víbora”, Parra parece enfrentarnos a un mismo personaje: el profesor de “gabán de fraile mendicante” (planteamiento) que, a su vez, es ese amante “condenado a adorar a una mujer despreciable” (el nudo, en “La víbora”), pero ahora se encuentra en la reclusión de su hogar. En esa soledad (que operaría como desenlace de una “narrativa poética” digna de desprenderse del unívoco canal poético y analizarse), lucha contra “pensamientos atrabiliarios” y ansiedades sin el éxito esperado, llegando a una aporía. De esa experiencia surge lo onírico, el desajuste del anterior “hombre razonable” que le hace cometer actos irracionales, como “lanzar iracundas miradas a la luna” o poner “en práctica/ mi célebre método onírico/ que consiste en violentarse a sí mismo y soñar lo que se desea” (1983, p. 41). Asimismo, en el deseo de trascender al entorno de la enseñanza del liceo obscuro, blindado por una masculinidad lacerante por parte del profesorado y el alumnado, el profesor busca una redención en lo femenino, en una mujer precisa, una mujer exacta, pero acaba en el ensimismamiento de la soledad, observando las hormigas.
En el fondo, y aquí una de las claves de interpretación, el pedagogo no se ha sabido explicar como quisiera, y por ello Parra va de lo referencial inmediato al delirio y la alucinación, cuestión que también podría leerse en clave posmoderna. Por eso, no es casualidad que, aunque ironice sobre el psicoanálisis, aparezca tantas veces mencionada esta disciplina. Véase, por ejemplo, “Los vicios del mundo moderno”, de Poemas y antipoemas, donde ya habla de “la exaltación de lo onírico y del subconsciente en desmedro del sentido común” y el “endiosamiento del falo” (1983, p. 44). La voz poética parriana sabe que al centro de la antipoesía debe estar el “sentido común”, pero habrá cuestiones que se le escapan (de ahí el elemento posmoderno, una voz consciente del fin de los metarrelatos) y que solo accediendo a una dimensión inconsciente logrará explicarse. Esto llega a su cénit en el poema “Sigmund Freud”, de Otros poemas (recopilatorio incluido en Obra gruesa), donde, primero, ve en la teoría freudiana reduccionismos peligrosos -“todo lo relaciona con el acto/ ya no distingue la luna del sol/ todo lo relaciona con el acto” (1983, p. 153)-, pero luego afirma: “Aunque parezca raro/ el psiquiatra tenía la razón/ en el momento de pasar un túnel/ el artista comienza a delirar./ Para empezar lo llevan a una fábrica/ es ahí donde empieza la locura” (1983, pp. 152-153).
Solo en la extenuación de esa voz, perdida y gastada, es posible generar un nuevo acontecer poético que, esencialmente, será “tramposo”: se cree recuperar el habla del hombre común, de la calle -“Contra la poesía de café/ la poesía de la naturaleza/ contra la poesía de salón/ la poesía de la plaza pública/ la poesía de protesta social”, se lee en el “Manifiesto” (1983, p. 157)-, pero también el del hombre imaginario -recordemos esos conocidos versos, incluidos en Hojas de Parra (1985): “El hombre imaginario/ vive en una mansión imaginaria/ rodeada de árboles imaginarios/ a la orilla de un río imaginario” (Parra, 2011, p. 272)-. Se dice “tramposo” porque ni el habla de la calle ni la voz del delirio se dan en tanto registro poético, sino solo como temas de un enunciador que, en el plano de la expresión, no varía, sino que va del profesor al amante acomplejado para concluir en el solitario delirante.
Lo que vemos, de principio a fin en sus libros, es al mismo poeta preguntarse por las cavilaciones de su oficio y su estar en el mundo, siempre incómodo, enrevesado, poco hábil. Recuérdese, por ejemplo, la “Advertencia al lector”:
En ese sentido, el decisivo poemario La cueca larga sería solo una continuidad del proyecto neovanguardista, un despiste acaso, aunque se haya visto por algunos ensayistas, como Matías Ayala, como un quiebre decisivo en su producción:
[S]i Nicanor Parra había satirizado el impulso educador desde la figura del profesor, el trabajar dentro de la tradición popular y habla del “huaso” (el campesino chileno) y del “roto” (el proletario local), le permite invertir el paradigma: desde el discurso de los que enseñan al de los que tal vez no sepan escribir. Es necesario recordar que esta inversión invoca la posición de la picaresca en la literatura del Siglo de Oro español, el que se sitúa como contrapunto social, cultural y estilístico entre lo vulgar y lo culto, el humor y la idealización. (2005, p. 110)
Creemos que no hay tal inversión en la antipoesía. En realidad, Parra no abandona su posición de pedagogo, su lugar de enunciación donde parece consciente del efecto de la antipoesía, efecto en el que caben el habla popular, pero también la voz delirante, en tanto trampas humorísticas para llegar a lo que le importa: la reflexión metaliteraria.5 La propuesta de Parra implicará, entonces, en un primer término, tensar el lenguaje para que en él quepa no solo el patio de tierra y la plaza pública, sino la ensoñación de un sujeto que percibe que no hay nada fuera de su cabeza. Como decía Binns, el único momento verdaderamente rupturista de la poesía parriana es el punto de inicio: Poemas y antipoemas. Es allí donde se articula esta voz de profesor-amante-delirante que no se perderá. Luego lo que sucederá en su espacio poético es un puro fenómeno de convergencia.
Antipoesía que es metapoesía
Además, la antipoesía tiene la virtud de advertir la negatividad del lenguaje literario. Decía Michel Foucault que:
Cada palabra, a partir del momento en que ha sido escrita en la página en blanco de la obra, es una especie de intermitente que parpadea hacia algo que llamamos literatura. Porque a decir verdad, nada, en una obra de lenguaje, es semejante a lo que se dice cotidianamente. Nada es verdadero lenguaje. Les desafío encontrar un solo pasaje de una obra cualquiera que se pueda considerar prestado realmente de la realidad del lenguaje cotidiano. (1996, p. 68)
A saber: existe un tipo de discurso que en lugar de desautomatizar, como pretendía la teoría literaria de hace un siglo, en realidad obstruye la transferencia del sentido y hace compleja la referencialidad. Contra esto se revuelve su poesía, desde los Poemas y antipoemas en adelante. No parece azaroso que en 1954, su hermana Violeta comience también a escribir sus décimas. Dice Bisama, en otro ensayo: “[E]s posible ver en ambos libros una misma ansia, la de hablar el lenguaje de la calle, la de extinguir cualquier clase de solemnidad lírica” (2008, p. 126). En efecto. Pero luego del ansia, y como hemos explicado, lo que queda es una conciencia lúcida, un estado de alerta de la “trampa” de la representación y, por ende, el paso seguro hacia la autorreferencialidad (un “deber ser” del texto poético). Pongamos algunos casos: “El autor no responde de las molestias que puedan ocasionar sus escritos […]./ Mi poesía puede perfectamente no conducir a ninguna parte” (1983, pp. 26-27); “A los amantes de las bellas letras/ hago llegar mis mejores deseos/ voy a cambiar de nombre algunas cosas./ Mi posición es ésta:/ el poeta no cumple su palabra/ si no cambia los nombres de las cosas” (1983, p. 65); “Qué es la antipoesía/ un temporal en una taza de té/ una mancha de nieve en una roca/ un azafate lleno de excrementos humanos” (1983, p. 133).
Estas muestras aleatorias indican el ataque directo a esa intención textual que obliga al discurso construido imaginariamente a fabricar la “ilusión” de que el referente está allí y que la literatura (o cualquier lenguaje) puede enunciar sin problemas las condiciones reales (en este caso, el habla popular6). El crítico José Antonio Pérez Bowie analiza acertadamente el fenómeno:
El lenguaje aparece a menudo convertido, de manera explícita o implícita, en centro de referencia del poema, dando lugar a una serie de motivos temáticos que se reiteran con insistencia: su insuficiencia por la estrecha vinculación a las pautas del pensamiento racional, la degradación a que somete su íntima dependencia del poder, la dificultad consiguiente en aceptarlo como un medio fiable de aprehensión de la realidad, etc. Esa evidencia que poseen los poetas contemporáneos de la incapacidad del instrumento lingüístico para conocer la realidad, provoca que el poema se vuelva autorreferencial constituyéndose en terna de sí mismo y predicando que la realidad sólo tiene existencia en cuanto se la confiere el lenguaje. (1994, pp. 237-238)
Durante largos años, estuvimos condenados a adorar al lirismo arrollador de la mencionada “guerrilla literaria”, con imitadores claros de Rabelais, vociferantes andinos y paracaidistas metafísicos. Hasta que de pronto, con la irrupción del modesto profesor de “un liceo obscuro” que había “perdido la voz haciendo clases”, el campo literario hispanoamericano aprendió que era posible quebrar el falsete de los antiguos poetas demiurgos: “Nosotros conversamos/ en el lenguaje de todos los días/ no creemos en signos cabalísticos” (1983, p. 154), puede leerse en el “Manifiesto” antipoético, otra ironía más cercana a la patafísica jarryana que a la vanguardia trasnochada de La Mandrágora. “Todos estos señores […]/ deben ser procesados y juzgados/ por construir castillos en el aire/ por malgastar el espacio y el tiempo/ redactando sonetos a la luna/ por agrupar palabras al azar/ a la última moda de París” (ibíd.). Como su hermana Violeta, Nicanor Parra encontró en las calles (y en algunas expresiones populares, como la cueca y la huaracha) no una voz, sino la métrica que le permitiría salir de los alejandrinos impostados y las redondillas infantiles.7 Y esto es un aporte que no hay posibilidad de eludir: desbarrancar creacionismos y cantos generales con formas poéticas propiamente locales, chilenas, pero apenas reflejadas en el plano de la expresión (como se afirmaba, la voz parriana es única e indivisible, y es la del profesor de liceo obscuro que ama mal, pero delira bien) y casi nula en plano del contenido (sus temas, como los de todos los poetas de su generación, incluyendo a Lihn y a Teillier, son recursivos: cómo hacer poesía prescindiendo de la retórica habitual de la poesía).
Si bien la crítica parriana anterior había hasta cierto punto acertado al tratar de hallar el ejercicio antipoético en distintos planos (véase Carrasco, 20038), bajo estos enfoques que proponemos, ¿dónde, entonces, se encuentra la antipoesía? Diríamos, de modo lúdico: en la cueca que Parra, el hombre imaginario, se está bailando consigo mismo, solo, delante de un espejo. Esto ya había sido advertido con lucidez por el ensayista Mario Rodríguez Fernández, al decir:
Me permito proponer que disimulada en este bello poema de amor [“El hombre imaginario”], hay una cueca, una cueca encriptada. Que la haya no es un hecho inesperado en la producción antipoética. A partir de 1958, con la publicación de La cueca larga […] queda patente la inclinación que siempre ha mostrado el hermano de Violeta por las formas de la música popular […]. La cueca sin pareja, la cueca de la desolación y la ausencia, se empezó a bailar en teatros y plazas de Chile junto con las primeras protestas contra la dictadura, a partir del año 1983. La cueca sola es contemporánea de la escritura de “El hombre imaginario”. Ambas nacen de la pérdida y el dolor. Las que bailaban públicamente eran las mujeres esposas o hijas de víctimas, muchas veces simbólicamente representadas por conjuntos de canto y baile. En “El hombre imaginario”, baila el varón. El hombre que ha perdido su pareja. (2015, pp. 30-33)
Añadiríamos: y que, en ese abandono, se queda con una sola posibilidad: cavilar sobre su oficio. Además de ser metadiscursiva y autorreferencial, la antipoesía, entonces, es en cierto modo autoficcional. En efecto, propondría el famoso “pacto autobiográfico” con el lector (Lejeune, 1973; 1994), pero, como la misma teoría advierte, resultaría improductivo identificar al sujeto poético con el autor real de un texto dado; se trata, más bien, como hemos hecho, de analizar de qué manera esta “figuración del yo”,9 para utilizar un término de Pozuelo Yvancos (2012), se acomoda, vulnera, varía, se acopla en sus distintos libros, hasta el momento en que, en Artefactos, considera que el lenguaje verbal por sí solo es limitado para la cuantía expresiva de la antipoesía.
Todo esto, ya latente en Poemas y antipoemas, logra hacer una pirueta vistosa en La cueca larga:
Aquí Parra, con la musicalidad que le ha dado la estructura de la canción popular chilena, enseñada y sistematizada por Violeta, inicia con una declaración de principios donde podría entenderse que, sin dejarse engañar por las reglas canónicas del oficio, abrazará un ars poética popular, sobre todo en los versos: “Los bailarines dicen/ por armar boche/ que si cantan, bailan/ toda la noche./ Toda la noche, sí/ flor de zapallo/ en la cancha es adonde/ se ven los gallos” (1983, p. 58). Cueca o copla, soneto o antipoema, Parra no pierde oportunidad para insistir en ese mismo contenido: la manera en que se debiera, desde ese proyecto antipoético, escribir poesía. Por tanto es posible afirmar, llegados a este punto, que la antipoesía procura y elabora para sí misma no solo una textualidad, sino un estatuto orgánico. “Mi posición es ésta”, señalará luego en “Cambios de nombre”, de Versos de salón: “El poeta no cumple su palabra/ si no cambia los nombres de las cosas” (1983, p. 65); y la autorreferencialidad llega a su máxima expresión en “La montaña rusa”, del mismo libro: “Durante medio siglo/ la poesía fue/ el paraíso del tonto solemne./ Hasta que vine yo/ y me instalé con mi montaña rusa./ Suban si les parece/ claro que yo no respondo si bajan/ echando sangre por boca y narices” (1983, p. 66).
Uno de los lectores más avezados de Nicanor Parra fue Roberto Bolaño. Él mismo advirtió estos componentes antes expuestos en la propuesta del antipoeta y, luego, los aplicó al diseño de sus personajes-poetas. No solamente se trata del tema de la desacralización del oficio, sino de una advertencia: trabajar en los límites del lenguaje literario puede provocar el mutismo. En otros lugares hemos mostrado el evidente y raro fenómeno de los escritores bolañeanos que dejan de escribir literatura y realizan el tránsito hacia otros discursos artísticos para poder seguir enunciando.10 Eso, sin duda, le viene de Parra, y aunque Parra no deja de escribir poesía, es lúcido para, desde temprano, coquetear con la plástica por estos mismos motivos y hacer de su trabajo un ejercicio interdiscursivo. De ahí que su propuesta pueda entenderse también en sus Artefactos, obra que, como se dijo, inicia en 1972 y que nunca deja de desarrollarse. En la primera entrega se incluye una tarjeta postal con una máxima que resulta decidora para comprender lo anteriormente comentado: “El pensamiento muere en la boca” (1972). Eso que se ha dado a llamar antipoesía se asume, entonces, como la denuncia de que, primero, la poesía ha sido arrebatada a los hombres para alimentar a unos dioses onanistas; una reclamación de que el lenguaje poético está dormido en el lenguaje cotidiano y basta despertarlo para que comience a nombrar.11 Pero, luego, la evidencia de ese metadiscurso: el pensamiento antipoético no ha hecho más que enunciarse, acá y allí, durante muchos años, con la creciente inseguridad de que, quizás, no ha quedado explicado con claridad meridiana.
La antipoesía, como toda vanguardia, no solo se escribía, sino que se vivía. En 2018, el escritor Rafael Gumucio publicó Nicanor Parra: Rey y mendigo, una crónica larga soberana sobre el Parra cotidiano. Eran pocos los que habían logra- do entrar en su refugio, una pequeña cabaña en el balneario de Las Cruces, en el litoral central de Chile, dotado hoy de tanta leyenda como la alta torre donde Montaigne inventó el ensayo moderno. Los privilegiados, como Gumucio, afirmaban haber descubierto, en un pizarrón cerca de la cocina, la quintaesencia de la antipoesía: fórmulas de mecánica cuántica y sonetos de Shakespeare, escritos de puño y letra por el mismo antipoeta. Aunque los fundamentos de la antipoesía tal vez no se encontraban dentro del inmueble, especula Gumucio, sino en la terraza. Desde allí puede observarse aún, de manera clara y en el horizonte, las tumbas de Vicente Huidobro y de Pablo Neruda.
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Introducción
Un pedagogo que hace reír: La enunciación (anti)poética
Antipoesía que es metapoesía